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viernes, 19 de julio de 2013

El exilio autoimpuesto



Nos vamos,

Nos cansamos de sufrir, de preguntarnos por qué

Nos vamos,

Nos negamos a seguir esperando, dilatando el hasta cuando

Nos vamos,

Con algo llenaremos este vacío de arepas, amigos y Ávila

Nos vamos,

Seguiremos con los pies acá y el corazón allá, viviendo aquí y soñando allá

Nos vamos,

Anhelando volver.



Hace unos días tuve la oportunidad de cocinarle mis famosos tequeños (bautizados por Nuloha como Maiteques) a los invitados venezolanos de una amiga (también venezolana) en México DF. 


Ese día, esas cuatro paredes fueron un huequito desde donde el que se asomara podía ver a Venezuela. Embajada improvisada con extraterritorialidad que envolvía los sentidos. Con olor a fritanga, sabor a ron y textura de un Toronto derritiéndose en la boca.


Esa noche nos paseamos por los 70’s, los 80’s y los 90’s de la música venezolana (o incluso la foránea que se puso de moda allá). Nunca Kiara ni Guillermo Dávila se imaginaron que saldrían a colación en pleno México DF en el 2013. 


En esa pequeña Venezuela improvisada hablamos de política (para variar). Para personas que tiene uno, dos, y hasta más de cinco años sin pisar su tierra me sorprendió su conocimiento exhaustivo de los cambios ministeriales,  de los nombres de hasta el más insignificante lacayo del imperio bolivariano (esto es material para otro post, don’t ask, don’t tell) y del más reciente activista opositor. 


Mientras yo quiero escapar vendándome los ojos con libros, tapándome los oídos con música y dopándome con mis seres queridos en reuniones en donde nos prohibimos hablar de política, ellos se sumergen en los periódicos, preguntan a todo el que está allá a todo el que llega, ellos quieren regresar y no dejar de sentirse parte. 


Están tranquilos, están felices y saben que tomaron la mejor decisión, la única que podían tomar. Pero la saudade no les abandona, el Ávila se les incrustó entre ceja y ceja y esta explanada en donde se extraña el verde les golpea la vista les recuerda día a día que gracias a Dios están aquí, pero que qué desgracia que no estén allá. 



Una amiga me decía que los venezolanos somos de los pocos inmigrantes que se reúnen frecuentemente, que forman una comunidad fuerte, que siempre andan pendientes de reconcer al compatriota. Y sí, en su mayoría somos así… creo que es porque el que se va se va porque tiene más que perder quedándose que saliendo del país. El que se va se lleva en la cabeza al amigo, familiar o conocido que mataron para robarle un celular o el susto del secuestro frustado del cual fue objeto. Creo que es por eso que cuando conocen a un No-boliburgués expatriado se le tratan como un hermano, porque al final para todos fue difícil.





Cuando estoy en Caracas, caminando o en el metro, a veces me topo con esas cosas que me dan un poquito de esperanza: un chico leyendo a George Orwell, un niño sobando a un perrito o un nuevo restaurante… esa reunión me envolvió en una calidez insospechada y me dio muchas esperanzas. Me hizo ver que aunque muchos de los nuestros, de esa gente trabajadora, buena, que ama a su país, está agarrando sus maletas para irse; también es cierto que no se van para siempre y están esperando el momento de poner fin a ese exilio autoimpuesto. 


Brindo por ellos, por mis compatriotas que más allá de nuestras fronteras son los mejores embajadores, los mejores consejeros y los mejores anfitriones que se pueda tener.